Hace unos días decía que uno se preocupaba por tonterías cuando afuera de la burbuja que uno se construye pasaban cosas mucho peores. Que el mundo andaba en escombros y había demasiada tristeza. Hoy es uno de esos días en que el dolor entra en casa y no sale. Hace unas horas recibimos la noticia de que al mejor amigo de mi cuñado, a su hermanazo del alma, lo mataron en una calle de Caracas. Un tiro en la cabeza proveniente de un arma de alto poder. No le robaron. Llegaba a casa de otro de sus mejores amigos, cuando éste oyó una explosión afuera y al salir encontró el carro estrellado enfrente y a su amigo muerto dentro. No había nadie a la vista en la calle. Un hombre joven, popular y querido por todos los que lo conocían, se casaba este julio con toda la esperanza de lo que la vida podía ofrecer por delante. Y llega alguien, quizás iniciándose en una banda, quizás intentando un robo, quizás apuntando al blanco equivocado, o quizás echando tiros al aire y acaba con la vida de una persona. Así sin más.
He dicho aquí, muchas veces, que lo único democrático en Venezuela es la muerte. La muerte violenta, además, que no distingue «dónde» vives, si eres algún «quién» o no, o qué «haces» o no. La vida en Venezuela es una lotería. Hoy te toca o no. Y uno oye o vive las historias estando allá, uno las lee desde acá. Uno piensa que está lejos, pero uno está de todas formas demasiado cerca. Al leerlas uno se indigna con toda la rabia. Al recibir noticias así de cercanas se indigna con todo el dolor. El dolor no cambia. La impotencia es igual. La rabia es igual. Esto no es cuestión de política.
¿Qué coño pasa en Venezuela que ya la muerte es costumbre? Tanto que ya no importa a nadie si hay 6 muertos en una fiesta en un barrio por pura retrechería del malandro que no fue invitado, o si a una madre le matan a todos sus hijos en distintos casos de violencia, o si se pierden bebés en las maternidades, o si a un taxista le robaron y mataron o si a unos estudiantes en un barrio, o a un fiscal en su carro, o a gente en una manisfestación, o unos presos en una cárcel, o a unos niños secuestrados, o al ganadero, o a la mamá, o la esposa, o al profesor, o la enfermera, o al médico cubano, o al vecino. Esto no es de ahora, esto viene de hace demasiado tiempo. No hay familia que no tenga un cuento de hace poco o de hace mucho o de ahora.
¿Qué tendrá que pasar en Venezuela? Qué tendrá que pasar para que la vida cobre valor. La vida de todos. Porque no hay excepciones. En los barrios toca más que en otras partes. Es cierto, es más duro, pero al final no hay excepciones. Todo el mundo tiene un cuento.
¿Por qué a nadie le importa? Porqué las quejas no se enfocan en lo que realmente es importante que es la celebración de la vida y su protección. ¿Por qué no nos ocupamos del derecho a la vida de la gente?
A mi cuñado lo conocí cuando tenía siete años de edad. Hoy es un hombre de 29. Es mi hermanito. Y su dolor por la pérdida de su mejor amigo es también el de mi esposo y el mío y toda nuestra familia. La familia del muchacho y su novia están destruidas. Nosotros estamos lejos pero seguimos allá. Estamos allá contigo, Ricardo, con todo nuestro amor.
Voceo esto aquí porque es lo único que puedo hacer desde tan lejos. Quiero gritar el dolor, la rabia y la impotencia.
Hoy nos tocó a nosotros por el lado de mi esposo. Hace unos 15 años tocó por el lado mío. Ayer por el de otras familias y mañana y pasado por el de otras más.
Y todos nos quedamos con el dolor y la impotencia, hasta que se nos desborde la rabia por la justicia sin servir y decidamos exigirla dejando de lado ideologías o afiliaciones, sin miramientos. Sólo por querer justicia para las muertes sin sentido que desangran al país, a nuestras familias.