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Abro el blog 5 minutos después de la medianoche. Ya es mi cumpleaños cincuenta y seis. Empecé esta entrada de puro impulso sin saber bien que voy a escribir. Desde que cumplí cincuenta, no hago sino reflexionar sobre la vida con mucha intensidad. Siempre lo he hecho, pero en este último lustro, ha sido una actividad diaria la de constatar la vida a través del pensamiento y la emoción. Quizás no tanto de la acción, porque estos últimos 5 años han sido bastante difíciles para el país y el planeta. Sería tentador quejarme un poquito, pero realmente no puedo. Cualquier cosa puede ser superficial ante la guerra en la que se está sumergiendo Europa paulatinamente, ante el escenario triste y decadente de este país en el que la gente se muere por no tener dinero, ya sea para comer o atender una emergencia médica.

Cuando pienso en la Segunda Guerra Mundial, lo hago en blanco y negro. Evoco películas de campos de concentración, de ciudades aplanadas por la destrucción, testimonios de asesinato, violaciones, abusos inimaginables. Vivir esa guerra debió ser un horror extenuante, una desesperanza.

Recuerdo que mi papá me contó del miedo que sintió cuando la intentona de golpe de Estado del 27 de noviembre del 92, cuando escuchó el ruido de los aviones que bombardeaban torpemente a Caracas. Me dijo, imagínate vivir con ese sonido de aviones de guerra pasando todo el día, de bombas de a cientos explotando cada día, por semanas, meses, años. Papá casi nunca contaba historias de guerra. Muy pocas veces. Un día le pregunté por qué, y me dijo que había cosas que prefería no recordar, como por ejemplo cuando vio cómo un soldado nazi tomaba a un niño de uno o dos años por su piernita y lo estrellaba contra una pared matándolo en seco frente a su madre. Me dijo, ¿Ves? No quiero recordar cosas como esa. Apartando el horror de eso que atestiguó, papá sabía imprimirle drama a todo. Por supuesto, ante tal historia no le pregunté nada nunca más. Pero quizás debí insistir. Tengo tantas lagunas sobre su vida. Ya no sabré más.

Pienso en esto en mis cincuenta y seis, porque hay una guerra que nos conmociona y las noticias que llegan son de obliteración de cualquier humanidad. Es una guerra a color. Una realidad que no es memoria todavía. Mi abuelo arribó a Venezuela de cincuenta y cinco años en 1947. A un país que le era ajeno, del cual no conocía el idioma. Apenas 4 años después, falleció a punto de emprender el negocio que le hubiera permitido establecerse sólidamente. Considero los alcances que puede tener esa guerra, qué puede significar para Europa del Este, siempre tan entre las dos aguas de Occidente y Rusia, para el mundo que de nuevo vive la amenaza de una agresión nuclear. ¿Qué puede representar para nosotros aquí?, ¿en este país reducido, humillado, secuestrado por una gente para la que ya agotamos epítetos? Un país cuyo «arreglo» nos explotará en la cara en cualquier momento. ¿Será que como a mi abuelo, en esta década de los cincuenta, me tocará emigrar y empezar de cero? ¿Se heredan los destinos?

Uno de los atractivos de la vida es buscar respuestas a las preguntas que no se agotan, que no han sabido contestar satisfactoriamente ni filósofos ni poetas. Sólo queda en estos tiempos abrazar la posibilidad de una felicidad mínima, sorpresiva, a la par que vivimos un día a la vez.

Decae el cuerpo. Palabras como menopausia, sofoco, canas, se me hicieron realidad desde los cincuenta junto con otras de posibilidades llenas de enfermedad y miedo. Hay tareas para aliviar, para ralentizar el proceso hacia la vejez. Me da tedio eso, pero el miedo subyace, está siempre en el fondo como un pegoste.

El alma es otra cosa. Cuidar el alma. La edad del alma. ¿Se separa del cuerpo? Todo es cuerpo y alma. Para el alma leo poesía, escribo. A veces dibujo o pinto. Amo a mi esposo Lino, a mi familia, mis amigas. La compañía de mi perrita Kora. Disfruto del jardín, sus pájaros y los amaneceres. Tardes lluviosas.

El sueño me previene entrar en una hondura indeseada, no por no quererla sino porque me es obvia, tan común a todos que se convierte en algo cliché. O será cosa de la edad y entonces estamos llegando a saber -oh, Dios mío-, SABER cosas de la vida y decimos perlas tales como «si hubiera sabido lo que sé ahora cuando tenía veinticinco»… Qué susto. Me devuelvo a leer el párrafo donde escribí aquello de las preguntas para las cuales buscaremos respuestas siempre. Sí, mejor concentrarse en ello. En lo que no sé, en lo que no sabemos, o que cuando lo sabemos como humanidad, como colectivo, lo olvidamos y permitimos guerras y dictaduras. La ola de la historia vuelve o se retira, oscurece o ilumina. ¿La historia personal es como una ola? ¿Qué es si ya sabemos el final?

Cincuenta y seis años tengo ya. La madrugada que se inicia me confirma lo difícil que es este mes para mí, porque es el mes en el que bajo un peldaño más.

No me recriminen, que aprendí de mi papá aquello del drama.

La noche se afinca y el sueño llega. Cuando despierte seguiré en el día de hoy, sin tantas preguntas, porque no habrá tiempo, sino para el trabajo, porque no habrá concierto de sapitos a la luz del día, ni la frescura, ni la calma, ni la ocasión de medir el tiempo en recuerdos y pensamientos, ni de conciliar mis limitaciones y perdonármelas.

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