
Estoy sentada en un bar restaurant a la orilla del mar en la costa de Stone Town en Zanzíbar, la Isla de las Especias. Y mientras saboreo una cervecita bien fría en botella de medio litro llamada Kilimanjaro, no dejo de pensar en lo surrealista de la experiencia que estoy teniendo en esta isla de ensueño, y me perdonan el lugar común.
Estoy sentada en un bar, llamado Mercury a la orilla del mar, en la costa de Stone Town. El bar debe su nombre a Freddy Mercury, quien nació en la isla y fuera el cantante del grupo de rock Queen. El bar tiene fotos suyas por todas partes, pero la música que oigo es salsa africana, más bien un son, que si no fuera por el idioma diría que proviene de esa otra isla llamada Cuba que se encuentra últimamente tan cerca y tan lejos de nuestros corazones.
La kili esta bien fría, la pedí bien helada, gracias (baridi baridi, sana) para disfrutar del atardecer cinematográfico mientras me leo las memorias de la princesa Selma de Zanzíbar y Omán escritas a finales del siglo 19. Esta princesa rebelde se fugó de la isla para casarse con un alemán, para lo cual tuvo que volverse luterana y bautizarse Emily. En este libro peculiar relata su vida cotidiana en Zanzíbar, describiendo usos y costumbres fáciles de reconocer o recrear en el ambiente fuera de toda cronología de este lugar.
La vista marina de repente parece de otros tiempos cuando se ven los dhows, los botes traidicionales de la costa swahili, cortar el mar gracias a sus velas agrisadas, raídas y henchidas por el viento. Estos son los botes de Simbad El Marino. Zenj, esta es la isla de sus aventuras relatadas en Las mil y una noches por Sheherezade. La tarde se va con calma y empieza a platearse la superficie del agua así como a teñirse el reflejo de rojo mientras el sol se despide. Por unos segundos este tiempo deja de serlo.
La música de golpe me trae de vuelta. Sigue la salsa y me recuerda a los diez cubanos – todos médicos – que se encuentran en el mismo hotel que yo. No hay país africano que no tenga cubanos. No me les he presentado como venezolana para evitar el engorro de los comentarios sobre el país y el «van a terminar como nosotros» acompañado por la risa socarrona del hay que reír para no llorar.
En Uganda, con nuestra familia del gueto latino era la misma cosa, hasta que un día les dije: «Ustedes hablan mucha paja pero la realidad es que el día que se muera Fidel los veré llorando». Y es verdad, porque muchos de ellos se enrolaron a trabajar fuera bajo la adolescente perspectiva de un socialismo de utopía en nuestra América, del cual Fidel por unos años fue la humana encarnación. Uno de los del gueto que no es caribe sino palestino me contesta: «¿Quieres que te diga una cosa? tú tienes razón. El día que muera voy a llorar». Y se lo creo porque este musulmán, aparte de ser todo corazón (se muera quien se muera lo sentirá en el alma), es médico gracias a Fidel. Durante los terribles sesenta y setenta para el mundo árabe, encontró una oportunidad de estudio y refugio en Cuba, donde fundó familia. A lo que engarzo la cuestión de lo lamentable que todo este maridaje de Chávez con Fidel ha provocado en el país. Qué vaina que ahora la xenofobia nos dé por ahí. Y qué irónico.
Antes, teníamos todos esos amores trasnochados con Cuba y Fidel de socialismo burgués, por toda esa «élite escuálida» intelectual y déjenme agregar, no oligarca porque generalmente estaba justa a fin de mes; y ahora, esa misma Cuba es parte del axis of evil criollo. ¿Y Colombia? Depositaria de nuestros desprecios en el pasado gracias a esa inmigración desesperada que nos inundó en los setenta y ochenta por guerra y pobreza, se levanta a pedir por el país en la OEA al verlo al borde del precipicio (a lo de los «para» del presunto golpe, al parecer no hay que pararle más de lo necesario). Sin duda, una lección de humildad para el futuro. Si no, ojalá nos quede aunque sea memoria de ello.
Tengo la cerveza en la cabeza, obviamente, porque como es que aquí en Zanzíbar, la isla de Simbad y los cuentos de Sheherezade, con un atardecer de pelÃícula, la cerveza perfecta, una lectura interesante, me da por ponerme a pensar en Chávez. Pero bien dice el dicho que adonde se va se carga siempre el equipaje. Se me ocurre si no será que el presidente es ese mal necesario para hacernos el urgente «delete» del mojón (perdón) mental que tenemos todavía como venezolanos. Siempre sorprendiéndonos de saber más de los demás de lo que los demás saben de nosotros. Molestándonos porque los gringos no sepan donde queda Venezuela o en el caso de estas latitudes en las que me encuentro cuando a mí y a mi marido nos preguntan si está en Estados Unidos y tener que explicar que queda en el mapa por arriba de Brasil y lejos de Argentina (gracias Pelé, Ronaldo y compañía.. Brasil, Brasil, a que no se imaginan lo popular que es la lambada por aquí, todos los carritos de helado la suenan durante sus rondas). Algunos más informados nos dicen ¡Claro! ese es el país al que el presidente le cambió el nombre, o ese es el país de las Miss Universo y los mucho más cultos, claro es miembro de la Opep, ¿no? Mmm política, mujeres y petróleo, es decir, poder, mujeres y dinero, la trifecta ideal de una trama de película de segunda. Un día me topé con un holandés que había estado en Venezuela y lo único que se le ocurrió decirme fue que las arepas le daban asco, casi le pego no solo por hereje sino por mal educado. ¡Ajh! Por qué no saben de nuestra catarata más alta, nuestro Orinoco, la Gran Sabana, nuestros llanos, nuestros Andes, nuestras tradiciones, la gente, los artistas, músicos y poetas (sobre todo nuestros poetas), y todo lo hermosa que es nuestra tierra. Será por nosotros mismos. Pero, bueno estos no son más que pensamientos al aire o des-aire, provocados por la nostalgia y la frustración. La situación no sólo es más compleja sino que nadie la tiene dilucidada. Yo sé que no la tengo.
La gente es gente en todas partes del mundo. Todos sufrimos, disfrutamos, vivimos o morimos más o menos buscando lo mismo: bienestar y felicidad. En nuestro país sumido en distintos desalientos nos tocará aprender a ser de él otra vez de manera diferente. Tendremos que aprender a vernos y reconocernos en él de nuevo, o quizás por primera vez, aunque no nos guste lo que veamos en algunos casos. A aceptar las discrepancias porque en realidad no son tan importantes ni discrepantes, con algunas terminantes e inalienables excepciones. Obviamente a asumir errores, castigar crímenes y en suma poner la casa en orden, lavar los trapos y ponerlos al sol. ¿Qué largo camino nos espera? No existirá reparo o revocatorio que nos salve de este proceso de redescubrimiento.

El atardecer sigue destilándose al plata y suena un techno keniano en este bar de Freddy Mercury nativo de Zanzíbar, lanzado a la fama en Londres, donde me estoy comiendo una pizza y tomando una cerveza Kilimanjaro. Las máscaras congolesas en las paredes parecieran contemplar al grupo de daneses, italianos, alemanes y demás turistas que poco a poco han ido llenando el lugar. Los niños de Stone Town, el pueblo de piedra de coral, se echan al agua para enjuagarse el calor, despreocupados, felices de ser de Zanzíbar donde los sueños parecieran no hacer falta. Los sueños que al despertar y asomarnos al balcón estan ahí, al canto del muecín al amanecer o al final de la tarde, en el juego de fútbol en la playa que bordea la punta de la ciudad, en las puertas talladas en madera de rosa de las viejas casas swahili. Al tomarnos una kili con una pizza en el bar de Mercury mientras leemos las memorias de Selma, princesa de Zanzíbar y Omán, a la que le dio por covertirse en luterana por amor y terminar sus días en Alemania bajo el nombre de Emily.
Publicado por www.elmeollo.net y Planeta Gae, mensuario en Argentina.