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Pequeña crónica de domingo

Este domingo salí del hotel. Me fui al centro comercial próximo, Riverwalk, uno de los 3 o 4 de Gaborone. No alcancé a llegar a la librería a ver qué conseguía para leer. Los comercios cierran a las dos los domingos. Me acababa de terminar Enduring Love de Ian McEwan y la lectura me dejó con ganas de más, con nostalgia por buena literatura contemporánea. Me metí en el cine en alternativa, sorprendida por hallar el estreno de la última de Indiana Jones. Dos horas después, salgo del cine satisfecha y emprendo camino a pie de vuelta al hotel.

Gaborone es casi un pequeño pueblo. Las urbanizaciones, los hoteles, los centros comerciales están como en medio del monte, lo que da sensaciones de amplitud y solitud que favorecen la mirada introspectiva, la concentración en la unicidad -valga la redundancia- de uno.

Aprovecho la luz del atardecer de cristal. Se siente de cristal por lo prístino de la tarde. La atmósfera está limpia, la temperatura friita, la luz acaramelada. Todo se presta para una caminata de reflexión, de sentirme en comunión con lo que me rodea, de paz. Gaborone es quizás la única ciudad de mis viajes de estos años que me inspira esta quietud interior. Es una ciudad para los silencios. Y el resto de lo que he visto de Botswana es igual. Okavango en su protegida virginidad es el remanso que tanto extraño que aún es posible en Venezuela en los llanos o la Gran Sabana o los Andes. Somos privilegiados en nuestra tierra y no lo sabemos.

Camino y me detengo aquí y allá a tomar algunas fotos de los horizontes con los que me topo en contraluz. Me siento afortunada y despreocupada por unos minutos. Minutos que voy reuniendo en la memoria y que hacen llevables el resto de las horas de la vida.

En «modo» de viaje

Luz y oscuridad en Dhakshinkali, Nepal

Luego de haber pasado unas semanas medio mal porque no me sentía bien de salud, ayer de repente se me devolvió el alma al cuerpo. Quizás tenga que ver la inminencia de montarme en un avión este jueves para ir a mi último viaje a Botswana, por lo menos en lo que se refiere al proyecto en el que estoy ahora. Tanto de ida como de vuelta deberé pasar un día en Singapur así que aprovecharé para ir de shopping cultural. Comprar algún libro y ver películas.

El cumpleaños lo pasé en Nepal. Tranquilita porque el malestar me acompañó hasta allá y aunque me lo tomé con calma, aún pude tomar unas cuantas fotos que hicieron valer la pena el paseo. Les dejo una muestra.

Budhanath, Nepal

Templo del siglo 12 en Kirtipur, Nepal

Ofrenda de sangre en el santuario dedicado a la diosa Kali (Dhakshinkali) en los alrededores de Pharping, Nepal

Debo un pocotón de fotos en mi flickr pero no las he escogido aún ni optimizado. De Botswana tengo como 700 y de este último viaje a Nepal unas 200. Sin contar otras de Kenya y viajes pasados del 2007 que aún están pendientes, pero ya vendrán tengo el pica-pica de la ansiedad por no haberlo hecho.

Entre tanto siguen mis nostalgias, inventándome planes y proyectos por si un retorno futuro quizás cercano a Venezuela, en la expectativa de vivir el presente y tratar de sentirme bien aunque ya los niveles de saturación con Bangladesh están alcanzando sus niveles críticos… Son los síntomas de este modo de vida, el del expatriado. El primer año es excitación y maravilla, el segundo es adaptación y entendimiento, el tercero es sorpresa y decepción con apreciaciones sobre el país aún equilibradas, el cuarto es «done with it», el quinto es desesperación por irte a un nuevo destino harta de todo lo malo y diferente. Créanme, la maravilla se agota. Con más viajes es que se le alivia a uno el espíritu. Así que tendré dos semanitas de terapia hasta el 9 de junio que estaré de nuevo de vuelta. Botswana me encanta y aunque no me vaya de safari esta vez, sé que la pasaré bien en medio de un paisaje más afín a mí.

Vista del parque-reserva Mokolodi (Mokolodi Game Reserve), Botswana

Divagación del viaje y las preguntas

[Atardecer en uno de los canales del Delta del Okavango – Botswana]

Uno viaja y de repente se encuentra en un sitio inimaginable. Inimaginable porque uno nunca previó el portento que ejercería sobre uno. El portento de preguntarse, por ejemplo, cómo es posible la maravilla de una luna en el atardecer naranja y rosa de este delta y que pueda atestiguarlo. Sí, el portento de las preguntas que afloran del asombro ante el encanto del mundo, ante la belleza al alcance de la mano que tantas veces nos empeñamos en ignorar.

Esta brisa en el Okavango pudiera ser la que viene todos los días a golpe de 5 y media de la tarde por el corredor de viento desde el Este atravesando Caracas. La brisa que se lleva la contaminación del aire todos los días. La que me trae los recuerdos de niñez en el jardín de casa de mamá en Los Dos Caminos.

Pienso en el olor a monte fresco al amanecer que no es otro sino el olor del llano húmedo despertando con el ulular de las palomas y la algarabía de los demás pájaros que se aprestan a iniciar el día. El llano de otras tantas memorias.

En las preguntas consigo la ubicuidad y la epifanía. Las respuestas son redundantes del asombro que quisiera eterno.

[El ocaso ya muriendo – Delta del Okavango, Botswana]

Me encuentro donde me encuentro.
No pierdo el horizonte.
Viene a mí con cada amanecer
y se queda impreso en el ocaso.
La noche es la misma siempre,
sin latitud ni longitud.
En ella habito.
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