
Estas últimas semanas han sido de cambios radicales, decisiones de vida. Algunas experiencias partieron del amor -días de serenidad que me han traído alegría-, otras de la turbulencia que de tanto en tanto aflora, a reclamar sus derechos de inquilina. Pocos saben y es bueno así. Es un proceso que aún lleva tiempo, pero hasta la fecha, no tengo deudas. El saldo no presenta desbalances, porque en realidad no le pido mucho a nadie sino mínimos de amabilidad y generosidad, y procuro estar en esa sintonía. Sin embargo, al final no exijo y sólo respondo a mí misma, los demás que actúen, piensen y sientan lo que quieran. Y si no me quieren así, pues es su pérdida. Esto suena arrogante, lo sé, pero qué agotamiento observar la vara de medir de la gente cuando no tiene nada que ver con la verdadera medida de las cosas (esas que van por dentro, que nos tumban y derrotan o nos elevan y rescatan). Los afectos son inmensurables porque de parte y parte deben aceptarse como son. ¿Cómo ponerles medida? ¿Por qué? Me insultan las condiciones, son camisa de fuerza que no tienen nada que ver con el verdadero cariño, ni conmigo. Y el que no entiende eso de mí pues nunca me entendió. Esa es quizás, en paradoja, mi única condición para el afecto, que si no es libre es una despedida.

