
En estos días he estado despidiéndome de la casa.
Dedico unos minutos diariamente a recorrerla, habitación por habitación.
Miro los rincones, los haces de luz que se infiltran por las ventanas, el desgaste del piso, una pequeña hendidura en alguna de las puertas, el polvillo olvidado en una que otra esquina.
Camino arrastrando mi mano por las paredes tratando de dejar impregnada una caricia de cariño y agradecimiento.
Trato de memorizar los ambientes.
Salgo al patio trasero, al jardín.
Quiero recordar las plantas, el color de las paredes, los olores, la brisa vespertina que viene del lago, el enjambre de libélulas que a golpe de cinco de la tarde revolotean de a cientos sobre la hierba.
Esas mañanas en que amanecía la casa envuelta de neblina dándole bucolismo europeo a Uganda.
Otra mañana mágica, en la que por algún inexplicable fenómeno en unos 500 metros a la redonda, miles de minúsculas arañitas habían tejido miríadas de telas en los montes, cercas de alambre y árboles, y que emperladas de rocío brillaron con el resplandor matutino al retirarse la calina.
Quiero contar algún día a mis nietos del monito que un día nos visitara, de los chasquidos estridentes de los murciélagos en el tejado, de los limpia-casas en las ventanas, las ranitas al pie de las bombillas en el jardín, de nuestra perra Laika ladrándole a las abejas, y de como la otra, Dara, todos los días sin falta intentaba morderle los talones a Jeliah.
De cómo el gallo nos kikiriqueaba al pie de la ventana tempranito y de cómo terminó en caldo.
De los domingos ralentosos echados en cama acurrucados rendidos por el sopor de la tarde…
Esta ha sido por dos años mi casa en Uganda.
Veo el trocito de azul del Lago Victoria desde la cerca
y al voltearme y retenerla en mi mirada,
la brisa con tibieza me abraza.