Esta semana pasada estuvieron de visita, mi suegra Carmen Elena, con su esposo Eduardo.
Se fueron el jueves y no bien salieron por la puerta, me eché a llorar. Me sentí íngrima. Que no valía la pena estar aquí tan lejos de nuestra familia. Y de repente también sentí miedo al cambio. Y frustración de sentir que quizás deba de nuevo vender y empacar cosas y desarticular mi hogar para crearnos otro en otra parte. Este año lo inicié con la corazonada de que venían cambios en nuestra vida y aunque se han dejado asomar pistas de que así será aún nada ha cristalizado. Es un interminable juego de espera y duda en medio de la certidumbre de que algo va a pasar.
Al dejar a su mamá y su padrastro en el aeropuerto, Lino me llamó y me dió a entender que estaba tan torcido como yo por el guayabo de despedirlos. El resto del día lo pasamos juntos echados viendo televisión, abrazados o agarrados de la mano, como para asegurar que estábamos allí el uno para el otro, inhabilitados de sobrellevar la nostalgia como siempre. Tratando de aliviar la pena que nos deja la distancia de nuestros afectos.
afectados de afectos
como efecto
no refracta
pues se afronta
de frente
que la casa es grande y generosa
pero se lleva por dentro y a veces no cabe
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A pesar de las distancias los recuerdos nos mantinen cercanos.
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Recientemente ojeando a Pavese leí: «Los afectos no son sino un perezoso habito», cuánta verdad, -en parte- pero cómo pesan, sobre todo en esos casos.
No hay más que arrear el burro y continuar, casi siempre vale la pena (Espero!)
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Hola Kira! En el mundo real del espíritu solo hay encuentros y no despedidas según Khalil Gibrán pero como me llegó al alma tu relato. La nostalgia. Todo tiende al sano equilibrio amiga, las aguas volverán a tomar su lugar. Un abrazo desde lejos!!
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Muy bella esta anotación, Kira. Me conmovió mucho pues comparto contigo la lejanía de los que más amo. Un abrazo
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