El faro de la calle que aún a esta hora alumbra en el amanecer pálido y triste de hoy, me recuerda que siempre hay una luz por pequeña que sea.
Estos días no han sido los diáfanos y precisos días de diciembre caraqueño que hubiésemos querido. Ha sido un mes de humedad y breves lluvias aunque con algunas excepciones esperanzadoras. O quizás no han sido así los días sino para mí. Lluviosos, pálidos, medio fríos y de un gris lavado que ni siquiera me proporcionan una emoción contundente.
Termina diciembre, termina el año, y no puedo evitar añorar días luminosos y transparentes.
Ojalá lleguen esos días luminosos y transparentes en algún momento de este veinte veinte. Todos queremos que esa dupla de veintes sea un buen presagio.
Nos asimos a cualquier señal para convertirla en augurio, la luz de un faro, un número del azar. Por fortuna, cada día trae una amanecer diferente y los días no son sino nuestro constructo. Y menos mal que existen las guacharacas y los loros para sacudir esta lasitud mañanera.
Avanzará el día, el sol se presentará con mayor contundencia (o no) y veremos.
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