
Me es necesaria una ventana. Una desde la cual vea algo de cielo.
Estoy mudada en casa de la mamá de mi esposo, quien amorosamente nos dejó venirnos mientras viaja para que tengamos mayor calidad de vida. Calidad de vida que significa tener agua, un bello jardín, poco ruido en los alrededores, una calle tranquila, algo más de espacio.
Todas estas cosas se aprecian cuando son adquiridas. Mientras estás en tu ambiente acostumbrado tienes una rutina para sobrellevar lo que te irrita, o hace la vida menos fácil, e incluso infeliz. No te das cuenta de lo mucho que te afecta que te falten ciertas cosas. El cambio trajo un alivio que en esta pandemia nos otorgó algo de paz mental.
Pero en mi apartamento tenía una ventana que daba al Este y allí gozaba de ver el amanecer surgiendo lejos, en el horizonte borroso donde montaña y ciudad se pierden. Aquí, la ventana de la que disfruto desde el escritorio, da a la parte de atrás de otra casa, enmarcada por dos árboles del jardín, una mezzanina de otra más, al lado, y una porción de cielo hacia el Oeste que mira hacia el cerro El volcán (creo).
Esta ventana me brinda una pequeña tajada de crepúsculo y el estudio, orientado al jardín, se inunda del canto de sapitos a un volumen considerable, pero bienvenido, en las noches.
Amanecer y luces nocturnas. Crepúsculo y cantos de sosiego.
Lo mucho que puede dar una ventana.