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Pequeña crónica de domingo

Este domingo salí del hotel. Me fui al centro comercial próximo, Riverwalk, uno de los 3 o 4 de Gaborone. No alcancé a llegar a la librería a ver qué conseguía para leer. Los comercios cierran a las dos los domingos. Me acababa de terminar Enduring Love de Ian McEwan y la lectura me dejó con ganas de más, con nostalgia por buena literatura contemporánea. Me metí en el cine en alternativa, sorprendida por hallar el estreno de la última de Indiana Jones. Dos horas después, salgo del cine satisfecha y emprendo camino a pie de vuelta al hotel.

Gaborone es casi un pequeño pueblo. Las urbanizaciones, los hoteles, los centros comerciales están como en medio del monte, lo que da sensaciones de amplitud y solitud que favorecen la mirada introspectiva, la concentración en la unicidad -valga la redundancia- de uno.

Aprovecho la luz del atardecer de cristal. Se siente de cristal por lo prístino de la tarde. La atmósfera está limpia, la temperatura friita, la luz acaramelada. Todo se presta para una caminata de reflexión, de sentirme en comunión con lo que me rodea, de paz. Gaborone es quizás la única ciudad de mis viajes de estos años que me inspira esta quietud interior. Es una ciudad para los silencios. Y el resto de lo que he visto de Botswana es igual. Okavango en su protegida virginidad es el remanso que tanto extraño que aún es posible en Venezuela en los llanos o la Gran Sabana o los Andes. Somos privilegiados en nuestra tierra y no lo sabemos.

Camino y me detengo aquí y allá a tomar algunas fotos de los horizontes con los que me topo en contraluz. Me siento afortunada y despreocupada por unos minutos. Minutos que voy reuniendo en la memoria y que hacen llevables el resto de las horas de la vida.

Divagación del viaje y las preguntas

[Atardecer en uno de los canales del Delta del Okavango – Botswana]

Uno viaja y de repente se encuentra en un sitio inimaginable. Inimaginable porque uno nunca previó el portento que ejercería sobre uno. El portento de preguntarse, por ejemplo, cómo es posible la maravilla de una luna en el atardecer naranja y rosa de este delta y que pueda atestiguarlo. Sí, el portento de las preguntas que afloran del asombro ante el encanto del mundo, ante la belleza al alcance de la mano que tantas veces nos empeñamos en ignorar.

Esta brisa en el Okavango pudiera ser la que viene todos los días a golpe de 5 y media de la tarde por el corredor de viento desde el Este atravesando Caracas. La brisa que se lleva la contaminación del aire todos los días. La que me trae los recuerdos de niñez en el jardín de casa de mamá en Los Dos Caminos.

Pienso en el olor a monte fresco al amanecer que no es otro sino el olor del llano húmedo despertando con el ulular de las palomas y la algarabía de los demás pájaros que se aprestan a iniciar el día. El llano de otras tantas memorias.

En las preguntas consigo la ubicuidad y la epifanía. Las respuestas son redundantes del asombro que quisiera eterno.

[El ocaso ya muriendo – Delta del Okavango, Botswana]

Me encuentro donde me encuentro.
No pierdo el horizonte.
Viene a mí con cada amanecer
y se queda impreso en el ocaso.
La noche es la misma siempre,
sin latitud ni longitud.
En ella habito.
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