
La lluvia se anunció el viernes en la noche con un aguacero torrencial pero corto, y desde el día siguiente como a las 10 de la mañana hasta el martes en la tarde no paró de llover. Siguió lloviendo desde entonces con brevísimas interrupciones hasta el jueves. La lluvia fue bienvenida el sábado por el calor que venía haciendo. Fue una lluvia sostenida que luego de unas horas nos empezó a inquietar el espíritu.
Amanecimos el domingo con el ruido del viento y el agua entreverados en la ventana. Durante todo el día chequeaba cada hora el pequeño lago del parque vecino. El lunes en la mañana no había lago ni parque ni calle sino mar que seguía subiendo para el martes y para el miércoles los periódicos mostraban el producto de la pesca lograda por algunos en sus jardines y patios traseros: desde las pequeñas especies locales hasta enormes ejemplares de bagres de la variedad africana introducida hace unos años.
La lluvia refrescó el agobiante calor que precedió los días a este diluvio pero la humedad en el aire que no bajaba de 90% hacía sentir la garganta irritada y las vías respiratorias congestionadas como el prólogo a una repentina involución: desarrollar branquias para abrazar de una vez la acuosidad del entorno.
En medio del monótono ruido del agua cayendo, oí a un niño llorar a todo pulmón. La mujer que vive en el ranchito de la construcción de al lado, le daba un baño helado bajo la lluvia al hijo que enjabonado y tiritando, gritaba. El grito del absurdo de recibir agua en la cabeza proveniente de un tobo en el suelo y el agua mandada por Dios desde el cielo, de recibir agua parado con la planta del pie apoyada en la tierra pero sumergida en más agua que llegaba a la mitad de la pierna. La escena era casi un paroxismo de higiene y limpieza. Pero no, este país sin nada para aliviar las aguas de desecho sino acequias expuestas, hace que la insalubridad se democratice con los diluvios. Lo que cae del cielo se mezcla con lo que medra en la tierra y se convierte en la posibilidad de una tragedia de proporciones bíblicas si no fuera este un país musulmán. Esta madre de al lado lo sabe bien y restriega con ahínco al hijo.
Los rickshaws tan repudiados y criticados por los locales porque interrumpen el tráfico y hacen frenar las poderosas máquinas de sus carros brillantes y pulidos en tiempos de calor, se convirtieron en los transportes salvavidas de los varados en medio del agua o para cruzar a la gente de un lado a otro de las avenidas fluviales que separaron en la hora, edificios unos de otros.
La gente se resistió a la dictadura del agua tratando de llevar la rutina de cualquier forma. Niños siguieron yendo a la escuela nadando, vadeando, o en balsitas improvisadas con pedazos de anime industrial, mujeres con la compra del mercado apoyada en la cabeza se desplazaron como espectros marinos envueltas en sus saris empapados y el agua a la cintura, ejecutivos asistieron a sus reuniones envueltos en bolsas plásticas azules montados en rickshaws.
Para los pobres el ejercicio consistió en mudar sus viviendas precarias de las orillas de los lagos: cuatro palos con un techo de zinc o palma y una plataforma de madera por piso, teniendo por paredes más palma o láminas de bolsa plástica. Poco a poco las avenidas altas que aún no estaban sumergidas se fueron poblando en las aceras convirtiéndose en extrañas galerías donde la miseria se exhibió sin pudor. Al parar la lluvia y bajar el agua, como vinieron se fueron, cansinamente de vuelta a la vera de alguno de los lagos a seguir sus vidas de sobrevivencia y miseria.
A principios de agosto llegaron las inundaciones de la India y el Nepal desde las montañas de los Himalayas. Bangladesh es el desaguadero natural de los ríos Ganges y Bramaputra que bajan desde allá pasando por la India. Las lluvias y el deshielo de las cumbres trajeron destrucción y muerte. Se llevaron gente y cultivos. La resistencia blindada por una resignación de mil años a los tratos de este paisaje, le facilita a la gente enterrar a sus muertos, reconstruir las casas y renovar los cultivos. En esos días de nuevo se vieron golpeados por el agua.
A pesar de que solo vi caer la lluvia tras las rejas de la ventana, en mis rondas circulares, en mis bronquios que deseaban ser branquias, en la tristeza y sopor que empezaban a solaparse con los tiempos mentales y reales, empecé a sentirme como la Isabel de García Márquez viendo llover en Macondo. A preguntarme si lo que sentía encerrada viendo el agua caer era como se está en la muerte, porque afuera, a pesar del agua, la vida continuaba en el niño nadando a la escuela, la madre lavando al hijo de mojarse en lluvia, el vecino de la balsa improvisada para navegar a su trabajo, el chofer de rickshaw dejando surcos sin huella para trasladar a sus pasajeros en medio de la hecatombe pluviométrica.
Sí, ver llover en Dhaka se podía sentir como ver llover en Macondo desde la casa, volverse Isabel y preguntarse si es así como se está en la muerte. Entre la cortina de agua de la lluvia se me presentó fugaz una revelación sobre la vida para luego escurrirse y desaparecer por siempre. No la pude aprehender. No sé si sólo fue que la soñé o es una de esas intuiciones que se olvidan sin mucha conciencia.
Así como empezó, de repente paró de llover. Proseguí vigilante las rondas de ventana en ventana y pude notar el escape paulatino del agua. De un día para otro se fue al mar por la maraña de ríos de esta Venecia asiática que es Dhaka, este delta gigante que es Bangladesh. No quedaron evidencias de lo pasado aparte de algunos peces chapoteando en medio de charcos en la calle. Apenas unos días después todo parece haber sido un ensueño sacado de un cuento leído entre vigilias.
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*rickshaw: vehículo de tracción humana que consiste en una suerte de triciclo con un compartimiento trasero para dos pasajeros.
Publicado en http://www.elmeollo.net/meollo/detalle.php?idc=1&ida=106
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