Sobre La Paz y La Esperanza

También tuvimos una trinitaria morada en el jardín. Esta la tomé en Lombok pensando justamente en casa.

La casa donde crecí y viví por 26 años, se llama La Paz. En estos días pensé que si llegaba a tener una casa la llamaría Esperanza. No sé por qué me vino esa idea a la cabeza.

Mi papá construyó la casa donde vivimos mis hermanas, mamá y yo, antes de casarse para vivir con mi abuela «babuña». Recuerdo una vez que alguien le preguntó a ella por qué la casa se llamaba así. Y mi abuela le contestó que porque finalmente con esa casa y aquí en Venezuela había conseguido la paz. En esa casa mi abuela vivió los últimos 27 años de su vida de noventa y dos. Y fue la casa en que vivió más tiempo. Su vida fue una mudanza perpetua, una huida, una migrancia. Ni siquiera en su juventud disfrutó de su casa materna. A los 18 años estaba en Odessa, lejos de su madre que vivía en San Petersburgo. En Odessa se quedó hasta sus 20 en que se fue a Constantinopla, huyendo de la revolución que se expandía con fuerza en toda Rusia en medio de una guerra civil. Más nunca vio a su madre ni a sus hermanas. Y en ese desamparo, se casó en Turquía con otro ruso, el abuelo Vladimir ex-oficial del zar. Luego se fue a Alemania donde tuvo a papá, a Polonia donde le crió y pasó parte de la guerra, y por último a Austria en un periplo de unos veintitantos años. A Venezuela arribó en 1947 y continuó con la errancia junto a su hijo, ya viuda, por distintas ciudades del país hasta el 64, año en que estrenó la casa donde murió y en la cual nos brindó su amor y entrega.

Para mi padre tenía un significado similar el haber construido su casa. Fue el sueño de su vida luego de una juventud sincopada por la guerra y la adaptación a un trópico generoso con el cual congenió sin obstáculos. Nuestra casa era su templo. Tenía un taller en la terraza, donde pasaba sus ratos haciendo carpintería amateur, se vacilaba la fronda de los árboles que rodeaban la casa, a los cuales permitía crecer en desordenado azar, «vamos a ver qué es esa matica que está saliendo allí«.  El jardín era gigante en mi niñez y fuente de aventuras atrapando grillos o ranitas y corriendo con los perros. Era el campo de juegos de papá también, empeñado además en hacerlo medio conuco sin mucho éxito. Hasta yuca tuvimos sembrada.

Los domingos eran de cocina para mamá, que pasaba la semana en la universidad entregada a su trabajo, con la eventual visita de amigos que se apoltronaban en la sala, a veces inesperados, tal y como luego se apoltronaron muchas veces por días nuestras amigas de infancia, adolescencia y ahora madurez. A pesar de las muertes hace ya muchos años de mi abuela y papá, de los cambios, la desaparición del conuco para dar paso a un ordenado jardín de grama, y la constante acumulación de objetos -dada por los viajes y mudanzas de mis hermanas y míos- que le otorga, algo así como un desorden encantador, la casa sigue siendo un centro, un anhelo heredado.

Uno a veces pierde de perspectiva lo que es una casa. La casa es el nido donde crecemos, es el habitáculo de nuestros sueños íntimos, nuestras aspiraciones y pequeñeces. Donde somos imperfectos libremente y esa es nuestra felicidad.

Creo que mi deseo de tener una casa llamada Esperanza, es porque perdí paz, me hallo desorientada en el remolino de esta vida, y los sentidos andan desencontrados. Tengo certeza de los afectos, la memoria de lo que quiero, pero el mundo confunde, los espejismos confunden.

Esperanza de claridad.

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9 comentarios sobre “Sobre La Paz y La Esperanza

  1. Nunca debemos perder la esperanza, ni la paz, aunque nuestras casas no se llamen así (La mía se llama «El ranchito») pero eso ya lo sabes tu.
    He disfrutado mucho con tu entrada, me ha traído muchos recuerdos, gracias.
    Besos y salud

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    1. Gracias querido Genín. Todos tenemos nuestra «paz», nuestro «ranchito» en alguna parte y si no, la nostalgia de haberlo tenido y el anhelo de tenerlo. Besos a tí también.

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  2. Leyendo tu narración me fui a Rubio, donde pasé mi infancia. Allá vivía en una casa, creo que no había un solo edificio de apartamentos en ese pueblo cafetalero. La casa tenía un solar grande con matas de guayava, mango, aguacate y totumas. Había muchas gallinas. Me fui de Rubio a Los Teques donde viví en apartamentos. Hasta me compré uno cuando pude hacerlo. No me gustan los apartamentos. En Ann Arbor vivo en una casa, con jardín y patio, con matas estacionales de tomate, pimentón, y jalapeño, pero sin gallinas (la ciudad no lo permite). Sin embargo, no es lo mismo que la casa de mi infancia.
    Tantos años sin pasearme por esos recuerdos y al leer tu historia regresaron las memorias cargadas de imagenes llenas de ternura y esperanza.
    Me gusta el nombre de tu futura casa, me gusta tu historia. Gracias.

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    1. Gracias Carlos. También me ha gustado tu remembranza y esa breve línea «La casa tenía un solar grande con matas de guayava, mango, aguacate y totumas. Había muchas gallinas.», me trajo una explosión de sonidos, imágenes y hasta el olor del café recién hecho en la mañana. Todos guardamos la impronta de esa casa donde se inició nuestra vida. Un abrazo.

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  3. Yo he puesto mis pertenencias en cajas y me visitado más de siete nuevas casas. No soporto estar en un mismo lugar por mucho tiempo. Sin embargo, cada lugar va dejando algo en mí­, algo que pongo también dentro de las cajas del empaque así­ que cada casa a la que me mudo tiene un poco del anterior, y con esto, creo yo, que al final de todo, cuando no me queden más pasos por dar, pueda recordar en cada cosa colgada en la habitación cada lugar que he visitado a lo largo de mi vida.
    Abrazos.

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    1. Mi casa es un poco así. He vivido en varias partes del mundo y he hecho mi hogar en cada uno, sin embargo, la primera casa o la más importante, de tu infancia y adolescencia siempre es fundacional. Es la que te modela y por ella, por lo menos en mí, siempre habrá una añoranza. Bienvenido. Estaré pendiente de tu blog :)

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